Nací en septiembre de 1957. Tengo la sensación de que yo no era exactamente como los demás, no me interesaban demasiado los juegos violentos ni tampoco los deportes como a la gran mayoría de los niños de mi edad, en cambio me quedaba como atontado escuchando alguna canción que me gustara. Y con los años la cosa se fue agudizando, salía a jugar con los otros niños, claro, pero los ratos en los que más disfrutaba eran aquellos en los que me encerraba en mi habitación a escuchar música en la radio. Disfrutaba especialmente con los rankings de éxitos y seguía con muchísimo interés las subidas y bajadas de posiciones de mis temas favoritos en esas listas.
Y claro, un día sucedió lo que tenía que suceder: un tío mío, viendo el interés que la música suscitaba en mí, decidió comprarme una guitarra clásica para el día de Reyes. El, mi tío, en su juventud había formado parte de un trío de harmónicas. Sí, sé que suena extraño, pero al parecer lo hacían muy bien. Solía contar que habían llegado a tocar en el Palau de la Música en Barcelona cosechando un éxito inusitado. No creo que haga falta decir que era tan b uena persona como exagerado, de modo que sobre eso he llegado a mis propias conclusiones. De todos modos, y eso no voy a negarlo, al parecer eran muy buenos.
En fin, ya tenemos a Jaime, el niño de 10 años (o quizás menos), con una guitarra nueva que, por supuesto, no tenía ni idea de tocar, pero eso no era un impedimento para sus ganas de hacer música. Desconociendo cosas tan básicas como por ejemplo que las guitarras se afinaban, empezó a extraer sonidos (ruidos) a esa guitarra que a él le sonaban a música celestial para desespero de sus padres, vecinos y oyentes ocasionales.
Es importante contar que, el hermano de mi tío, es decir, mi otro tío, Alberto, era de mi edad, me llevaba cuatro meses, y tenía un interés parecido al mío por la música, así que él recibió tambien como regalo de reyes una guitarra como la mía. Nos reuníamos siempre que podíamos con nuestras guitarras para aporrearlas e incluso escribiendo nuestras primeras canciones, rebosantes de ganas, ingenuidad y horribles cacofonías, pero que nos iniciaron en el placer que proporciona crear una canción de la nada por espantosa que éste fuera. Al fin y al cabo ese sería un problema que iríamos corrigiendo con los años conforme fuéramos aprendiendo.
Recuerdo perfectamente que cada vez que descubríamos algo, la afinación, un acorde nuevo, lo que fuera, corríamos a explicarlo el uno al otro. Hasta que al final, con las guitarras ya afinadas y con el conocimiento de un puñado de acordes sencillos, nuestras canciones empezaban a tener cara y ojos e incluso nuestros padres nos pedían a menudo que tocáramos algunas para ellos.
Fichamos a un amigo de Alberto para que nos acompañara con unos bongós y empezamos a atrevernos a hacer nuestras primeras actuaciones en festivales, colegios, etc. Y mejorar nuestras guitarras, claro. Recuerdo cuando fuimos al Corte Inglés a comprar nuestras guitarras nuevas, 1.500 ptas costaba cada una de ellas, auténticas maravillas al lado de las que teníamos.
Y sin darnos cuenta entramos en la adolescencia. Mientras los chavales de nuestra edad andaban locos persiguiendo a las chicas, nosotros nos pasábamos los fines de semana encerrados en una habitación tocando, y tocando y tocando, nos sobraban ganas. Y un día me compré mi primera guitarra eléctrica. Bien, en realidad era una guitarra acústica con pastilla. De hecho es la misma que sigo usando para grabar mis guitarras acústicas en la actualidad, una Eko italiana y que suena aceptablemente.
Y entré de lleno con el tema de guitarras eléctricas, amplificadores, etc., pero eso ya lo cuento en otro momento.
Hasta pronto.
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